Sin embargo, cuidado. No estamos hablando de un profesional, de un profesor universitario o de un miembro importante de una asociación ecologista. Don Chucho es un campesino de la Ahuyamala, vía al Zumbador, ya mayor. Campesino veraz, que masca y escupe chimó, de la misma manera que rumia anécdotas y experiencias de vida, para luego expresarlas con sabiduría y convicción. No se despega de su sombrero de otros tiempos. Su rostro está surcado por las arrugas de la edad y la exposición a sol e intemperie. Su sonrisa no es patinada, mas sincera y transparente.
No tengo mucho de haberlo conocido. Tan sólo 15 días. Nos encontramos en Potrero de las Casas, donde él era el invitado especial para unos encuentros sobre la valorización del territorio, y yo un participante extemporáneo, por mi falta de conocimiento de todo lo que se relacione con plantas y naturaleza (como bien saben mis amigos italianos...). De toda forma, como franciscano, me encanta el espectáculo de la naturaleza, a pesar de mi ignorancia sobre nombres y características. Por eso fui a apoyar el lanzamiento de la iniciativa.
Allí tuve ocasión de compartir con don Chucho a nivel personal y público. A él, hombre de fe profunda y sencilla, le encantó que estuviera un sacerdote franciscano presente en el evento. Además, fui profesor, y ahora amigo, de un sobrino suyo próximo al sacerdocio. Me gustó mucho su manera de relacionarse con el medio ambiente, en particular los árboles. Desde hace varios años empezó a interesarse de las especies autóctonas. Cuenta que sintió como un llamado a esto (me atrevería a hablar de vocación, casi de un mandato divino). Interpeló profesores universitarios para entender; si embargo todos eran muy preparados sobre la teoría, casi inexpertos en la práctica. Por eso inició un camino personal que lo llevó a ser un verdadero maestro en el asunto.
¿Por qué hablo de “llamado”, de “vocación”? Porque él vive un respeto hacia la naturaleza que es muy cristiano: Dios lo creó todo bueno y tenemos que cuidar lo creado, confiado al esmero del hombre. En estas montañas se talaron árboles para el cultivo; pero sobretodo se importaron y plantaron plantas ajenas al lugar (pinos, eucaliptos, etc.), que dañaron el terreno, chupando las aguas y secando nacientes. Entonces don Chucho decidió dedicarse a un vivero de plantas autóctonas, cuyos nombres sugestivos ya no recuerdo por mi inexperiencia. Ellas respetan la naturaleza según el diseño de Dios. En resumidas cuentas, el mensaje es el siguiente: Dios hizo las cosas maravillosamente bien, el hombre intervino en manera bárbara a veces. ¿Qué se puede hacer? Volver a sembrar las especies queridas por Dios, reforestar la zona, para respetar el plan del Creador, hacer de la naturaleza amiga y aliada, y aprovechar de las aguas de las numerosas nacientes, que las especies ajenas dejan secas. ¿No es un plan ecologista serio, aplicado al territorio, eficaz y viable?
Para llevar adelante este proyecto-llamado, don Chucho tiene su pequeño vivero. Ha renunciado a cultivos más rentables. No todos lo pueden entender en una sociedad donde cuenta el capital y la ganancia, más que los valores y la armonía. Una elección profética, a menudo incómoda para él y desentendida por muchos: anunciar que se puede, debe vivir respetando la creación, antes de que sea demasiado tarde. Por eso insiste en la educación ambiental de los niños y acepta participar a iniciativas como las de Potrero, con tal de dar su aporte a la causa ecologista y a los planes de Dios para con la naturaleza y los hombres. Su rechazo hacia las especies no autóctonas no es xenofobia. Yo lo leo como el rechazo profético hacia los ídolos extranjeros, que nos apartan de Dios y sus proyectos. Las plantas “extranjeras” no son demonizadas por él. Ellas tienen su ambiente en donde Dios las puso, y allí ejercen su función positiva.
Sábado 22 de enero, de viaje a La Grita, quise visitar a don Chucho en su casa, al lado de la carretera principal. Lo encontré algo cansado, como desanimado. Por cierto fue muy amable, noble como siempre. Me enseñó el vivero y pude percibir su cariño hacia las plantas. Tenía, empero, algo del profeta desoído en su misión. Como si se diera cuenta de haber llegado a la ancianidad sin lograr transmitir su amor y respeto por la naturaleza a las generaciones venideras. Me dijo, con un velo de tristeza, que son pocos los que se interesan por sus plantas, o que las buscan para plantarlas en sus terrenos y jardines. No se trataba de deseo de ganancia, sino de sentido a su vida y misión. Así lo percibí yo...
Pensé en él... Me acordé de Keyla, una joven de Potrero, la cual me contaba de su disgusto en ver Petare (Caracas) y vivir allí unos días. Deseaba para su persona que ojalá Dios le permitiera vivir por siempre a contacto con la naturaleza, en su tierra, en donde Él la hizo nacer y la puso. Las metrópolis son una aberración con respecto al orden natural. Devolver las plantas a sus propios lugares es una manera de restablecer ese orden, que el hombre muy a menudo no respetó y sigue no respetando. Encima, es una oportunidad de recrear un ambiente favorable a la vida y ocasión de trabajo “natural”, sin caer en la tentación de inmigrar. Tarea enorme. Don Chucho nos enseña a empezar de lo cotidiano a nuestro alcance.
Pensé en mi... Yo soy una “especie no autóctona”, transplantada aquí en el Táchira. Me parece que Dios me está ayudando a ser más bien un “injerto”, que pueda nutrirse de la savia de esta gente, sin simplemente “chupar” hasta agotar, produciendo además unos frutos útiles para el hambre, de repente agradables al paladar, y que den sentido a mi presencia y alegría a mis días.
Al regreso quise volver a visitar a don Chucho. Estaba muy animado, porque los alumnos de un liceo, en pequeños grupos, lo estaban visitando para escuchar y aprender. Me brindó una taza de café. Le dejé una manzana, tres peras y dos racimos de uva. Frutos no locales, antes bien propios de Italia, cuyo sabor, si no se quiere imponer a toda costa, puede resultar rico para la boca y el corazón.
Nos despedimos como dos verdaderos venezolanos. Yo le pedí la bendición y él me la dio. Él me la pidió y yo, con gusto y sonrojo, se la di. ¡Dios te bendiga, don Chucho!