martedì 14 dicembre 2010

El hermano Néstor

Hoy, 14 de diciembre, fiesta de S. Juan de la Cruz, quiero hablar sobre mi pasada semana, acompañando a mis hermanos carmelitas en los últimos días terrenales del hermano Néstor y en su entierro. Quiero hacer como un homenaje a este hermano y a su mundo carmelita, entrado en mi vida como regalo inesperado e inmerecido. Al mismo tiempo quisiera reflexionar y dar orden a las emociones intensas experimentadas, casi para volver a saborear el don de haberlo conocido y vivido unos días a su lado, compartiendo su sufrimiento y el amor entrañable de sus hermanos, y sobretodo de los laicos a su alrededor. Pero, vamos por orden.

Domingo 5 de diciembre, fui a celebrar misa en el Carmelo de Potrero, por la ausencia de los sacerdotes de allí. Luego, se me pidió llevar la comunión y el óleo de los enfermos al hermano Néstor, hospitalizado por el agraviarse de su condición de salud, teniendo él unos días de haber llegado de Barquisimeto, ya grave, con la clara intención de morir aquí despidiéndose de su gente y sus lugares. Me conmovió verlo demacrado y sufrido. Me conmovió el cariño y la generosidad de las personas que lo atendían. Hablé un rato con él, se confesó y recibió los sacramentos. Me despedí edificado, y aún más experimenté lo mismo en los días siguientes.

Miércoles 8 me invitaron a subir en la tarde a Potrero para la despedida en vida de fray Néstor de su ermita. En efecto, él vivía como ermitaño en una casita cerca del convento, llevando vida austera y de oración, sin descuidar la vida comunitaria y la atención a las personas que se le acercaban. Aquel día, hasta los inconvenientes y percances se tornaron, en el diseño providencial de Dios, en ocasiones y oportunidades. Haber llegado antes de la caravana que lo acompañaba, por la tardanza de la ambulancia en buscarlo, me permitió compartir con la gente amiga que vive cerca del convento. Traté consolar a Ismelda y sus hijas, abrazándolas. Los abrazos conmovidos siguieron al arribo de todos. Me sentí parte de aquella comunidad, pero a un nivel mucho más íntimo que antes. Yo abrazaba e intentaba consolar, mas me sentía, antes bien, abrazado y recibido. Era como si Potrero entrara prepotentemente en mi vida, en una forma profunda e inesperada. Las consecuencias? Sentir que el corazón se ensancha y el cariño te consuela; saber que esta familia nueva tuya la echarás de menos. De todos modos, sentirse agradecido a Dios y a la vida.

No logro expresar en palabras el arremeter de sensaciones, todas intensas; un caleidoscopio de colores y matices, dependiendo del momento y las personas con quién me hallaba a relacionarme. Era como moverme en familia, con la gratitud de saberme acogido sin merecerlo, y hecho participe de momentos de intimidad y solidaridad que, varias veces, sólo el dolor sabe recrear. Puedo describir unas escenas; sin embargo, ¿cómo rendir en palabras los brincos del corazón y del estómago?

De todas formas me ha conmovido ver a todos alrededor de Néstor, con un cariño increíble. Decíamos con fray Daniel, carmelita, que nos gustaría ser acompañados así a la muerte. La misa, celebrada en su habitación en la pequeña ermita, ha sido un momento muy fuerte de espiritualidad y fraternidad verdadera. Desde luego un regalo para Néstor, rodeado por personas muy íntimas, en un clima sereno de familiaridad, llevándose mutuamente en el regazo de Dios, gracias también a la presidencia de Daniel. Un don de Dios a mi y todos. Haberme Keyla escogido para acompañarla hacia Néstor, para que la bendijera y ella pudiera acariciarlo, me ha llenado el corazón de lágrimas agradecidas. Escucharla cantar a ese hermano papá, con su voz entrecortada por la emoción, me ha derretido las entrañas. Como el llanto de Glendys, después de haberse hecho la fuerte hasta el momento de la despedida. Y ¿qué decir de los demás? La manera de relacionarse conmigo, como alguno de familia, y de rodear de cariño a Nestor, me ha dado escalofríos de gratitud a Dios.

Jueves 9, de noche, fray Néstor falleció. Viernes 10, en la tarde, pude subir a Potrero para llevar unas colchonetas que nos habían pedido para hospedar a las personas que iban a participar al entierro, el domingo. Desde mi salida del seminario me acometió un pensamiento fijo: presidir la misa pautada para la tarde en el Carmelo, a la presencia del cuerpo de nuestro hermano. Era como si él mismo me lo pidiera. Me daba pena pensar esto y no sabía cómo decírselo a sus hermanos carmelitas. Al llegar, me armé de valentía y se lo comuniqué a fray Daniel, el cual aceptó sin problemas. Entrando en la capilla me percaté, por primera vez, que el nombre de religioso del hermano era: Néstor de S. Francisco de Asís. Entendí... mi deseo y su llamado. Antes de la celebración pude compartir aún más con esas personas que ya están en mi corazón. Me quedé como una hora velando el féretro, mecido por las canciones y la voz, ambas bellísimas, de una joven que estuvo toda la tarde “cantándole” a Néstor. La misa, que tuve que celebrar solo, por la contemporánea ausencia de los tres sacerdotes carmelitas presentes, debido a compromisos inherentes al funeral, fue otro momento maravilloso, de espiritualidad y familiaridad. Me sentí rodeado, envuelto en un halo de comunión entre cielo y tierra.

Domingo 12 el obispo celebró el entierro. No hace falta decir que se repitieron los sentimientos y las escenas que me acompañaron a lo largo de toda la semana, y siguen acompañándome en la memoria y acción de gracias por lo vivido. La presidencia y homilía del obispo, amigo de fray Néstor, fue un himno a la vida eterna, una alabanza a Dios por el don de hombres de fe y santidad como ese hermano, una invitación a no echar a perder el legado espiritual recibido. Las lágrimas y los cantos de los presentes se han complementado egregiamente a las oraciones, como si fueran parte de la liturgia misma. A la sepultura, en un pedazo de terreno del convento, bajo la lluvia, parecía participar el mismo cielo, a través de una improvisada bendición sobre nosotros. Cuando ya todos se habían ido, sentí otro impulso a despedirme personalmente de Néstor. Me fui a su tumba y hablé un largo rato con él. Despidiéndome, en el subir al convento para el almuerzo, había bajado la neblina, típica de Potrero, y sentí que me envolvía. La percibí como una invitación última del hermano Néstor a “la nada”, categoría típica de la espiritualidad carmelita.

Almorzar con los carmelitas; compartir la tarde en Potrero, en serena amistad con unos amigos, han sido el desenlace lindo y sosegador a una semana intensa de espiritualidad y emotividad.