domenica 23 giugno 2013

Despedidas

Anochecer
Viernes 7 de junio del 2013, tardeMe encuentro en el tren para Bolonia, última etapa antes de regresar a Venezuela. Unos días más con mi hermana y mi cuñado, y luego…¡adiós! En menos de una semana se ha consumado la usual doble separación: de Monte S. Ángelo, mi pueblo; y de Puglia, mi tierra.
Me ha costado dejar Monte, que para mí se llena siempre más de sentidos e historias, de paisajes y personas, en un mixto de pasado y presente, de realidad y memoria. En esta oportunidad, he pasado todo mayo allí. Un periodo más largo que otras veces. Un tiempo que se ha tornado y lo he vivido como un verdadero regalo. Los días acumulándose rápidos y pasados veloces.
A veces me asombra mi estupor siempre nuevo durante las estadías en mi pueblo. Cada vez me despego de él con inalterada nostalgia. No sé qué me tiene tan arraigado, como hiedra, a aquella roca desnuda, que custodia la cueva de San Miguel, vientre espiritual que nos ha engendrado a todos, pueblo y “cristianos”; seno cálido que acoge y consuela todo nuestro peregrinar, que regenera a la vida y nos devuelve a diarios retos y luchas.
Infaltablemente me sobrecoge el zambullido del corazón cuándo se acerca la hora de la partida, del “desgarro”. Como a hiedra…Y te das cuenta que, a cada arranque, las raíces se vuelven siempre más hondas. Y ya sabes, puedes prever que, la próxima vez, te va a doler aún más y la nostalgia se hará más aguda.
El último día, como es praxis, es el más fuerte: despedida de la gente y los panoramas; rostros e historias de vida que llenan mente y estómago; preparación de los bagajes, pesados por cansancios interiores y continuas partidas… hasta el abrazo conmovido con mis padres, preparado anteriormente por momentos llenos de corazones destrozados y silencios grávidos de palabras abortadas.
Vacas pastando
También este año, aunque casi al final del día, me fui de paseo por la vía hacia Pulsano, logrando respetar mi personal rito de adiós. Me inebrié de olores y sonidos, junto a los colores de la primavera (las infinitas variaciones de verde; el amarillo de las ginestas; las flores silvestres blancas, amarillas, moradas, bordeaux…). Las pocas vacas con sus cencerros; los pequeños rebaños de ovejas y cabras. La visual amplia, allá abajo, de la bahía de Manfredonia. Todo eso, en la luz que precede el anochecer, especial por sus tonalidades sosegadoras y desgarradoras a la vez. Los pulmones se llenan de asombro y la mente descansa estática. Dejas de rezar con la boca y de buscar a Dios, porque te sientes envuelto en Su belleza y presencia.
Campiña
Me pregunto si peco de masoquismo buscando y viviendo tales sensaciones. Quizás si no fuera mejor encerrarse en una habitación y esperar la hora de la partida, evitando el sufrimiento frente a tanta hermosura, acrecentada y alimentada también de la lejanía y el sentido de pertenencia. Ya soy paisaje e historia. Sin embargo, me convenzo que es un sufrimiento lindo, casi necesario al vivir. No sería preciso renunciar a esto. Me conozco y sé que una vez de viaje ya me sentiré proyectado en la nueva realidad que me aguarda; pero esto no me quita la laceración que siento, sobre todo al dejar Monte, mi familia, mi gente, y parte de mi historia, elementos que me han formado, forjado y penetrado más de lo que yo mismo sepa o pueda imaginar. No me queda más, pues, que dar a todo y todos cita a la próxima vez.

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