Anochecer |
Viernes 7 de junio del 2013, tarde. Me encuentro en el tren para
Bolonia, última etapa antes de regresar a Venezuela. Unos días más con mi
hermana y mi cuñado, y luego…¡adiós! En menos de una semana se ha consumado la usual
doble separación: de Monte S. Ángelo, mi pueblo; y de Puglia, mi tierra.
Me ha costado dejar Monte, que para mí se llena siempre más de sentidos
e historias, de paisajes y personas, en un mixto de pasado y presente, de realidad
y memoria. En esta oportunidad, he pasado todo mayo allí. Un periodo más largo
que otras veces. Un tiempo que se ha tornado y lo he vivido como un verdadero regalo.
Los días acumulándose rápidos y pasados veloces.
A veces me asombra mi estupor siempre nuevo durante las estadías en mi
pueblo. Cada vez me despego de él con inalterada nostalgia. No sé qué me tiene
tan arraigado, como hiedra, a aquella roca desnuda, que custodia la cueva de
San Miguel, vientre espiritual que nos ha engendrado a todos, pueblo y “cristianos”;
seno cálido que acoge y consuela todo nuestro peregrinar, que regenera a la
vida y nos devuelve a diarios retos y luchas.
Infaltablemente me sobrecoge el zambullido del corazón cuándo se acerca
la hora de la partida, del “desgarro”. Como a hiedra…Y te das cuenta que, a
cada arranque, las raíces se vuelven siempre más hondas. Y ya sabes, puedes
prever que, la próxima vez, te va a doler aún más y la nostalgia se hará más
aguda.
El último día, como es praxis, es el más fuerte: despedida de la gente y
los panoramas; rostros e historias de vida que llenan mente y estómago;
preparación de los bagajes, pesados por cansancios interiores y continuas
partidas… hasta el abrazo conmovido con mis padres, preparado anteriormente por
momentos llenos de corazones destrozados y silencios grávidos de palabras
abortadas.
Vacas pastando |
También este año, aunque casi al final del día, me fui de paseo por la
vía hacia Pulsano, logrando respetar mi personal rito de adiós. Me inebrié de
olores y sonidos, junto a los colores de la primavera (las infinitas
variaciones de verde; el amarillo de las ginestas; las flores silvestres
blancas, amarillas, moradas, bordeaux…). Las pocas vacas con sus cencerros; los
pequeños rebaños de ovejas y cabras. La visual amplia, allá abajo, de la bahía
de Manfredonia. Todo eso, en la luz que precede el anochecer, especial por sus
tonalidades sosegadoras y desgarradoras a la vez. Los pulmones se llenan de
asombro y la mente descansa estática. Dejas de rezar con la boca y de buscar a
Dios, porque te sientes envuelto en Su belleza y presencia.
Campiña |
Me pregunto si peco de masoquismo buscando y viviendo tales sensaciones.
Quizás si no fuera mejor encerrarse en una habitación y esperar la hora de la
partida, evitando el sufrimiento frente a tanta hermosura, acrecentada y
alimentada también de la lejanía y el sentido de pertenencia. Ya soy paisaje e
historia. Sin embargo, me convenzo que es un sufrimiento lindo, casi necesario
al vivir. No sería preciso renunciar a esto. Me conozco y sé que una vez de
viaje ya me sentiré proyectado en la nueva realidad que me aguarda; pero esto
no me quita la laceración que siento, sobre todo al dejar Monte, mi familia, mi
gente, y parte de mi historia, elementos que me han formado, forjado y penetrado más de lo que yo mismo sepa o pueda imaginar. No
me queda más, pues, que dar a todo y todos cita a la próxima vez.